A
veces Dios manifiesta su poder a través de los más débiles. Lucía, una delicada
muchacha de Siracusa, tenía un alma fuerte porque era virgen. Dios le concedió
el don de vencer a los perseguidores de cristianos no solamente con argumentos,
sino también con la fuerza.
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Momento en el que Dios protege con su poder a su esposa Lucia librándola del castigo impuesto por el gobernador Pascasio. |
Por
designio del Altísimo, la Santa Iglesia Católica nació dentro del Imperio
Romano. Sin embargo, esa inmensa potencia temporal, viendo que el poder
espiritual nacía misteriosamente y florecía con rapidez desconcertante, se
mostró intrigada y recelosa al comienzo, y luego hostil hasta llegar a la
violencia más extrema.
Las sublimes enseñanzas cristianas
contrariaban frontalmente las costumbres de aquellos hombres de corazón duro.
La Iglesia naciente, víctima de toda suerte de calumnias, fue blanco de
sanguinarias persecuciones desatadas por las autoridades romanas con el
objetivo de sofocarla inexorablemente.
No
obstante, el propio Dios era quien permitía que su Iglesia afrontara la larga
prueba del dolor y el sacrificio. En efecto, después de cada persecución, el
cristianismo resurgía más numeroso, brillante y lleno de fe. Bajo el reinado de
Dioclesiano (284-305) el clima de horror llegó al auge. Un edicto de este emperador
ordenó demoler todas las iglesias y obligó a los cristianos que ejercían cargos
públicos a renegar de su fe en Cristo. Durante este último período de las
grandes persecuciones surgió un alma de singular virtud: la joven Lucía.
El
nombre Lucía se origina del vocablo latino lux (“luz”), que vibra a nuestros
oídos con timbre heroico, rememorando una vida llena de luz y de gloria, porque
también lo fue de sangre y dolor.
Nacida
en Siracusa y oriunda de una familia noble y cristiana, nada más llegar a la
adolescencia se consagró a Jesús ofreciéndole la flor de su virginidad.
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Imagen venerada en la Capilla de Santa Lucia Potrerillo desde 1954 |
Esta
promesa de castidad perfecta no era desconocida en los albores del
cristianismo, puesto que el propio Salvador llamaba un gran número de almas a
practicar la virtud angélica. Un día, respondiendo a los discípulos sobre los
pesados deberes del matrimonio, el Maestro dijo: “No todos entienden este
lenguaje, sino sólo aquellos a quienes se les ha concedido” (Mt 19, 11). Hay
hombres, prosiguió, que están incapacitados para la vida conyugal, y otros, en
cambio, que libre y espontáneamente decidieron no casarse “por amor del Reino
de los Cielos” (Mt 19, 12). Por primera vez resonaba en la Historia la llamada
cristiana a la virginidad, y su eco repercutiría en almas como las de Cecilia, Ágata,
Inés y tantas otras que, sobreponiéndose a las leyes de la carne y la materia,
se lanzarían alegres en vuelos admirables de perfección espiritual.
Su
padre falleció cuando era muy pequeña. Su madre Euticia, aunque cristiana, se
encandilaba todavía con las glorias y atractivos de este mundo. Por lo mismo,
ansiosa de brindar a su hija un futuro de fama y honor, la exhortaba a casarse
con un joven acaudalado y de alto rango, pero pagano.
La
casta Lucía –que guardaba su voto en secreto– siempre evadía el asunto. Tenía
toda su confianza puesta en Dios y esperaba una ocasión providencial para
revelar a su madre la firme resolución de pertenecer solamente a Cristo. Sus
fervorosas peticiones fueron rápidamente escuchadas, y la buena oportunidad
apareció muy pronto.
A
pesar de las atroces persecuciones a los cristianos, en Sicilia se celebraba
todos los años la fiesta de santa Ágata, virgen de la ciudad de Catania,
martirizada hacia el año 250. Los prodigios que obraba la hicieron tan
conocida, que venía gente de todas partes a rogar su intercesión. Ahora bien,
Euticia sufría hemorragias desde hacía unos años. Lucía, muy devota de la
virgen mártir, persuadió a su madre de peregrinar hasta su tumba para rogar la
curación.
Cuando
entraron a la iglesia el asombro hizo presa de ambas. Transcurría una misa
solemne, que en ese mismo momento proclamaba la Palabra del Santo Evangelio:
“Se encontraba allí una mujer que desde hacía doce años padecía de hemorragias,
y que había sufrido mucho con muchos médicos y gastado todos sus bienes sin
resultado. Como había oído hablar de Jesús, se acercó por detrás entre la gente
y tocó su manto. Inmediatamente cesó la hemorragia, y ella sintió en su cuerpo
que estaba curada de su mal. Al instante, Jesús, dándose cuenta de la fuerza
que había salido de él, se dio vuelta y dirigiéndose a la multitud, preguntó:
«¿Quién tocó mi manto?'.
Sus
discípulos le contestaron: «¿Ves que la gente te oprime por todas partes y
preguntas quién te ha tocado?» Pero él miraba a su alrededor para descubrir a
la que lo había hecho. Entonces, la mujer, viendo lo que le había sucedido, se
postró ante él y le confesó toda la verdad. Él le dijo: «Hija, tu fe te ha
salvado; vete en paz y queda curada de tu enfermedad»” (Mc 5, 25-34).
Estupefactas
y extremadamente conmovidas por este trecho del Evangelio, cayeron de rodillas
y empezaron a rezar. Se quedaron así mucho tiempo. La misa terminó, todos se
fueron y ellas, percatándose de que estaban a solas, se postraron ante el
sepulcro de santa Ágata para rogar la bondad de Dios.
Pero
el Señor quiso manifestarse a Lucía por medio de un sueño profético. La joven,
fatigada por el viaje, cayó en un profundo sueño. Mientras dormía se le
apareció santa Ágata rodeada con un coro de ángeles. Su vestido era de incomparable
hermosura, adornado con zafiros y perlas finas. Su rostro, alegre y sereno,
resplandecía como el sol mientras decía: “Queridísima hermana mía, virgen
consagrada a Dios, ¿por qué pides por medio de otro lo que puedes obtener tú
misma para tu madre? Ella se ha curado ya gracias a la fe que tú tienes en
Jesucristo, quien, tal como hizo célebre la ciudad de Catania por mi causa,
también glorificará la ciudad de Siracusa por tu mediación, pues supiste
preparar en tu puro corazón una agradable morada a tu Creador".
Al
escuchar estas palabras, Lucía se levantó todavía más segura de su consagración
a Dios. Contó a su madre la reconfortante “visión” y añadió que, por la gracia
de Dios, ella estaba completamente curada de su enfermedad. La joven aprovechó la
ocasión para decirle:
-
Ahora, madre mía, te pido una sola cosa: en nombre del mismo que te ha devuelto
la salud, déjame conservar mi virginidad y pertenecer solamente a nuestro
Creador. Repartamos entre los pobres los bienes que preparaste para mi casamiento,
y tendremos un gran tesoro en el Cielo.
Euticia
se dejó convencer y llegando a Siracusa distribuyeron sus riquezas entre los
más necesitados, según las instrucciones de la comunidad cristiana a la que
pertenecían.
Pero
todo esto llegó a oídos del pretendiente. Enfurecido, fue a buscar a Euticia y
vio con sus propios ojos a la madre y la hija entregando sus joyas y objetos
preciosos a los pobres. Fuera de sí, corrió donde Pascasio, prefecto de la
ciudad, para acusar a Lucía de practicar la religión cristiana. Así comenzó el
proceso que haría brillar a esta santa en lo más alto de los cielos junto a la
gloriosa multitud de los mártires.
El
juicio a la valerosa joven fue edificante y arrebatador. Refutó todos los
argumentos y amenazas de Pascasio, y su simple mirada imponía respeto. Viendo
el juez la serena seguridad de la prisionera, intentó persuadirla para que
ofreciera sacrificios a los dioses paganos, primero con suaves palabras y
luego, ante una fe que se mostraba indomable, con la más espantosa ferocidad.
Pero Lucía le respondió sin titubeos:
-
Tú te preocupas de las leyes de los príncipes de esta tierra mientras que yo
procuro meditar día y noche en los mandamientos del Señor. Tú te preocupas de
complacer al emperador, yo todo lo hago para agradar a mi Dios, al que consagré
mi propia virginidad.
-
Pues bien –dijo Pascasio– yo te haré llevar a un sitio donde perderás tu
castidad, ¡así te abandonará el Espíritu Santo y dejarás de ser su templo!
-
La violencia contra el cuerpo no arranca la pureza del alma, si mi voluntad no
consiente. Por el contrario, esta violencia me valdrá dos coronas: la
virginidad y el martirio– replicó la virgen.
Pascasio
ordenó de inmediato a los verdugos que amarraran a la inocente víctima y la
arrastraran a una casa de infamia, para que así perdiera la honra de la
virginidad antes de ser decapitada.
Pero,
¿qué pueden todas las fuerzas humanas contra la omnipotencia de Dios? Los ojos
del Buen Pastor estaban posados en su sierva fiel, e impidió que los verdugos
pudieran sacarla del lugar donde se encontraba. En vano la empujaban: Lucía
permanecía inmóvil, retenida por una mano invisible. Ni siquiera atándola a
varias yuntas de bueyes lograron moverla.
Pascasio,
empedernido en el mal, hizo encender una enorme hoguera alrededor de la santa,
que miraba sin miedo al tiránico juez mientras le decía: “Pediré al Señor que
este fuego no me toque, para que los fieles reconozcan el poder de Dios y los
infieles queden todavía más confundidos”. Y el fuego también fracasó: la joven quedó
intacta en medio de las llamas.
Derrotado,
Pascasio ordenó finalmente que la cabeza de la virgen fuera cortada por la
espada. Una alegría celestial se reflejó en su semblante al ver llegar la hora
del encuentro supremo con su Redentor. No obstante, tampoco murió en ese
momento. Cayendo de rodillas, fue recibida por los brazos de algunos cristianos
que presenciaban su martirio.
Antes
de morir, la joven mártir pronosticó el fin de las persecuciones de Dioclesiano
y Maximiano, así como el inicio de una era de gran paz para la Santa Iglesia.
Esta profecía no tardó en cumplirse: dos años después de su muerte subió al
trono Constantino el Grande, que el año 313 promulgó el edicto de Milán,
concediendo libertad al culto cristiano en toda la extensión del imperio. Con
ello se abrían de par en par las puertas a la Iglesia para su triunfal
desarrollo a lo largo de los siglos.
La
gloriosa santa Lucía entregó su alma a Dios el año 304 de la era del Señor. Un
rayo de la gracia se había posado en ella. ¡En la Iglesia de Cristo brillaba
una mártir más, y en el Cielo una nueva santa! Tu vincis inter martyres! – ¡Tú
vences, oh Cristo, por las pruebas de los mártires!